Son las cuatro y media de la mañana y el check-point de Gillo, a las afueras de Belén, empieza a recibir los primeros rayos de sol. No es un amanecer idílico, aunque en un sentido estrictamente literario, la estampa rezuma dramatismo y emoción. Dentro del angosto túnel que desemboca en la garita donde el soldado israelí de turno hace su trabajo, cientos de palestinos –todos ellos varones de diferentes edades- permanecen agolpados sin apenas dirigirse la palabra. Se agarran a los barrotes de hierro y nos miran con ojos soñolientos cuando les encuadramos con la cámara. Alguno de ellos nos dedica incluso una sonrisa fugaz o un pulgar erguido. Los más cascarrabias se limitan a bajar la mirada de nuevo. Todos ellos llevan congregados allí desde hace varias horas, esperando poder cruzar el puesto de control que les permitirá llegar a Jerusalén donde con un poco de suerte conseguirán trabajar ese día.
Solo 12 kilómetros separan Belén de Jerusalén, pero la media de tiempo que invierte un palestino en realizar el trayecto que conecta las dos ciudades es de 5 horas. A Saleh le encontramos al final de la cola, cabizbajo. No aparenta más de veinte años. Viste una camisa de color granate, remangada a la altura de los codos, con un bolsillo en el pecho medio descosido de donde sobresale una cajetilla de tabaco. Lleva el pelo perfectamente peinado, brillante de gomina. Enrolladas alrededor de la muñeca derecha, lleva las asas de una pequeña bolsa de plástico negra donde transporta la comida. Cuando le preguntamos por el tiempo que lleva esperando allí nos responde que acaba de llegar. Solo lleva media hora y cree que esta vez está haciendo el viaje en vano porque cuando llegue a Jerusalén, ya le habrán asignado su cometido a otro. Vive en el campo de refugiados de Dheishe, al sur de Belén y hace este trayecto cada día. “La mayoría de veces consigo llegar y trabajar, pero hoy me he quedado dormido y creo que cuando llegue no habrá faena para mí”, explica con ojos de desconsuelo.
Como la vasta mayoría de los palestinos que se encuentran reunidos en el corredor del checkpoint 300, Saleh va a trabajar en la recogida de la aceituna para algún terrateniente israelí. “Son 12 horas de trabajo por 200 sheckels (unos 40 euros). El dinero está bien lo que ocurre es que siempre llego agotado a trabajar, después de llevar otras cuatro o cinco horas de camino y unas siete horas despierto”, añade señalando la fila de compañeros que serpentea en dirección al horizonte, donde el sol ya ha cambiado su aspecto de enorme melocotón. Son las 5 de la mañana y la luz del día ya choca de lleno contra el muro.
“No puedo permitirme el no intentar llegar hasta allí. Probablemente cuando llegue no haya trabajo para mi, pero tengo que intentarlo”, sentencia Saleh mientras pega un sorbo al café que acaba de comprarle a un muchacho que recorre la galería del puesto de control con una enorme cafetera árabe.
Dentro nadie se queja. Incluso le hacen hueco. Cuando le preguntamos a alguien que ha quedado atrás tras el desmarque de su compatriota, nos explica con gesto sereno que es normal ver estas jugadas a diario. “¿Qué puedes hacer? La gente llega tarde a sus trabajos. No vas a decirles que no pasen”, explica el hombre con gesto de resignación. A su lado, un chico de unos 26 años, ataviado con traje beige y corbata añade que “cuando ves estas cosas no puedes hacer nada. Te podría pasar a ti”. Él, explica, es abogado y tiene que pasar este trámite cada día para llegar hasta su bufete en Jerusalén. Le preguntamos que si es normal asistir a trifulcas por cosas como ésta y responde rotundamente que no.
- ¿De verdad que nunca pasa nada? ¿Nunca se originan peleas por este asunto?- volvemos a insistir.
- Te he dicho que no, que yo no he visto ninguna. Tenemos que ayudarnos entre nosotros. Si no nos echamos una mano los unos a los otros estamos perdidos.
Purificación Salgado / Belén
Solo 12 kilómetros separan Belén de Jerusalén, pero la media de tiempo que invierte un palestino en realizar el trayecto que conecta las dos ciudades es de 5 horas. A Saleh le encontramos al final de la cola, cabizbajo. No aparenta más de veinte años. Viste una camisa de color granate, remangada a la altura de los codos, con un bolsillo en el pecho medio descosido de donde sobresale una cajetilla de tabaco. Lleva el pelo perfectamente peinado, brillante de gomina. Enrolladas alrededor de la muñeca derecha, lleva las asas de una pequeña bolsa de plástico negra donde transporta la comida. Cuando le preguntamos por el tiempo que lleva esperando allí nos responde que acaba de llegar. Solo lleva media hora y cree que esta vez está haciendo el viaje en vano porque cuando llegue a Jerusalén, ya le habrán asignado su cometido a otro. Vive en el campo de refugiados de Dheishe, al sur de Belén y hace este trayecto cada día. “La mayoría de veces consigo llegar y trabajar, pero hoy me he quedado dormido y creo que cuando llegue no habrá faena para mí”, explica con ojos de desconsuelo.
Como la vasta mayoría de los palestinos que se encuentran reunidos en el corredor del checkpoint 300, Saleh va a trabajar en la recogida de la aceituna para algún terrateniente israelí. “Son 12 horas de trabajo por 200 sheckels (unos 40 euros). El dinero está bien lo que ocurre es que siempre llego agotado a trabajar, después de llevar otras cuatro o cinco horas de camino y unas siete horas despierto”, añade señalando la fila de compañeros que serpentea en dirección al horizonte, donde el sol ya ha cambiado su aspecto de enorme melocotón. Son las 5 de la mañana y la luz del día ya choca de lleno contra el muro.
Para poder trabajar en los campos de olivos israelíes, los palestinos necesitan adquirir un permiso de trabajo que, además de capacitarles para poder faenar como jornaleros, les acredita para poder cruzar el puesto de control a diario. Sin embargo, estar en posesión de este documento no garantiza el puesto de trabajo de forma permanente: lamentablemente los empleos disponibles se ven sobradamente superados por el número de personas deseosas de trabajar. Esto se resume en la ley del más rápido: solo los primeros en llegar tienen derecho a trabajar y, en definitiva, a ganarse la manutención del día.
El chico de la cafetera se llama Amjad y tiene 18 años. Es oriundo de otro campo de refugiados de Belén; del famoso campo de Aida, donde malviven unas 5.000 personas. Amjad explica que tiene otro trabajo por las tardes; como cocinero en un restaurante, pero que le gusta más trabajar en el check-point porque tiene más libertad y puede acompañarse por su hermano pequeño. “Me gusta venir aquí cada mañana. Me gusta hablar con la gente y servirles el café. El único problema es que cuando tengo que empezar a trabajar en el otro sitio estoy muy cansado”, relata Amjad. Le hace una seña a su hermano que está atendiendo a un cliente unos metros más adelante y éste viene raudo con una amplia sonrisa que corona una alfombra de pelusilla prepúber. Tiene 13 años y se llama Mustafa. Cada día acompaña a su hermano hasta el puesto de control para ayudarle a servir los cafés: “Me divierto hablando con la gente”. El dinero que puede ganarse vendiendo cafés oscila entre 150 y 200 sheckels por unas 8 horas de trabajo, más de lo que Amjad gana trabajando 10 horas como cocinero de un restaurante.
Para un palestino éste es un negocio bastante rentable. Por eso a día de hoy ya son decenas las personas que se han decidido a establecer en los alrededores del check-point su pequeño comercio. Yogures, zumos, pastelitos y galletas son los productos que se comercializan en estas tiendas improvisadas que ya desde medianoche empiezan a recibir sus primeros clientes.
Basem acaba de adquirir un café en una de estas tiendas. Lo bebe aprisa, de un solo trago y derramándoselo por las comisuras de los labios. Nos aclara que llega tarde y que no puede pararse a hablar. Tan solo se para unos instantes para chocarnos la mano, presentarse y explicarnos que tiene que estar en Jerusalén en menos de una hora. Le dejamos marchar y le vemos dirigirse hacia el final de la cola con paso atropellado. Se repara al final de ésta y permanece allí durante unos segundos antes de decidirse a salir del túnel para avanzar unos veinte metros desde fuera, por el carril reservado exclusivamente a turistas. Desde dentro alguien le hace una indicación y le vemos encaramarse con ímpetu a los barrotes. Basem ha conseguido avanzar casi un tercio de la cola y se introduce ahora dentro del túnel por un agujero que hay en el techo.
- ¿De verdad que nunca pasa nada? ¿Nunca se originan peleas por este asunto?- volvemos a insistir.
- Te he dicho que no, que yo no he visto ninguna. Tenemos que ayudarnos entre nosotros. Si no nos echamos una mano los unos a los otros estamos perdidos.
Purificación Salgado / Belén